Nuestro amigo nació en 1910 en un pueblito de Alicante, en el seno de una familia que solo poseía algunas cabezas de ganado. En casa, de tanto estrecharse el cinturón se quedaban sin agujeros. Como dijo Ovidio, «es natural en un hombre pobre el contar su rebaño» y por eso su padre le retiró de los estudios para que echase una mano con las cabras, única fuente de sustento.
Pero para nada el niño creció triste y sombrío, sino alegre y travieso: «Vosotros id gritando delante de mí: "¡Que vienen los toros!" Yo iré detrás haciendo ruido con el cencerro».
Al niño lo quitaron de la escuela, sí, pero antes ya había aprendido a leer. Y ya sabía de literatura clásica y moderna. Y vaya si aprendió a escribir. Con 20 años publicó su primer artículo y tan solo un quinquenio después era el mismísimo Pablo Neruda quien le animaba a mudarse a Madrid:
«[...] era tan campesino que llevaba un aura de tierra entorno de él. Tenía una cara de terrón o de papa que se saca de entre las raíces y que conserva frescura subterránea […]. Era ese escritor salido de la naturaleza como una piedra intacta, y con virginidad selvática y arrolladora fuerza vital, […] su rostro era el rostro de España».
Rafael Alberti dijo del protagonista de este relato que «olía a oveja y calzón de pana» y no era para menos.
Cuando el joven poeta ya se veía acuciado por la necesidad de comer todos los días y la ausencia de trabajo, su amigo Neruda acudió presto al rescate. Un vizconde, amigo del chileno, le daría el trabajo que pidiese. Y el chico, ¿Qué pidió?
«¿No podría el señor Vizconde encontrarme un rebaño de cabras?»
Sí, era un hombre sencillo, eso es cierto. No pertenecía a la burguesía como el resto de poetas y literatos. Y precisamente por ello era libre de seguir sus emociones, de gritar alto cuando le venía en gana y de luchar por las cosas en las que creía. Y por eso se marchó contento a cavar trincheras a las afueras de Madrid cuando los sublevados amenazaron la capital. Fue soldado raso, como él quiso. Y dio la cara en primera línea de fuego.
Cuando acabó la guerra nuestro poeta cabrero pasó por dieciocho cárceles distintas, cada una de ellas un tormento:
«La otra noche me desperté y tenía una rata al lado de la boca. Esta mañana me he sacado otra de la manga del jersey y todos los días me quito boñigas suyas de la cabeza.
Viéndome la cabeza cagada por las ratas, me digo: "¡Qué poco vale uno ya!" […]. Ya tengo ratas, piojos, pulgas, chinches, sarna. Este rincón que tengo para vivir será muy pronto un parque zoológico o, mejor dicho, una casa de fieras».
Le habían condenado a 30 años y solo cumplió tres: lo dejaron morir de rabia, de sarna y de tristeza. Su esposa y fuente de inspiración, Josefina, corrió a la cárcel el día que le contaron la noticia pero no le dejaron entrar a verle. Ella se marchó sin tener el valor de preguntar nada, por miedo a que le confirmaran su muerte.
Tal día como hoy, en 1910, nacía Miguel Hernández.
Pero para nada el niño creció triste y sombrío, sino alegre y travieso: «Vosotros id gritando delante de mí: "¡Que vienen los toros!" Yo iré detrás haciendo ruido con el cencerro».
Al niño lo quitaron de la escuela, sí, pero antes ya había aprendido a leer. Y ya sabía de literatura clásica y moderna. Y vaya si aprendió a escribir. Con 20 años publicó su primer artículo y tan solo un quinquenio después era el mismísimo Pablo Neruda quien le animaba a mudarse a Madrid:
«[...] era tan campesino que llevaba un aura de tierra entorno de él. Tenía una cara de terrón o de papa que se saca de entre las raíces y que conserva frescura subterránea […]. Era ese escritor salido de la naturaleza como una piedra intacta, y con virginidad selvática y arrolladora fuerza vital, […] su rostro era el rostro de España».
Rafael Alberti dijo del protagonista de este relato que «olía a oveja y calzón de pana» y no era para menos.
Cuando el joven poeta ya se veía acuciado por la necesidad de comer todos los días y la ausencia de trabajo, su amigo Neruda acudió presto al rescate. Un vizconde, amigo del chileno, le daría el trabajo que pidiese. Y el chico, ¿Qué pidió?
«¿No podría el señor Vizconde encontrarme un rebaño de cabras?»
Sí, era un hombre sencillo, eso es cierto. No pertenecía a la burguesía como el resto de poetas y literatos. Y precisamente por ello era libre de seguir sus emociones, de gritar alto cuando le venía en gana y de luchar por las cosas en las que creía. Y por eso se marchó contento a cavar trincheras a las afueras de Madrid cuando los sublevados amenazaron la capital. Fue soldado raso, como él quiso. Y dio la cara en primera línea de fuego.
Cuando acabó la guerra nuestro poeta cabrero pasó por dieciocho cárceles distintas, cada una de ellas un tormento:
«La otra noche me desperté y tenía una rata al lado de la boca. Esta mañana me he sacado otra de la manga del jersey y todos los días me quito boñigas suyas de la cabeza.
Viéndome la cabeza cagada por las ratas, me digo: "¡Qué poco vale uno ya!" […]. Ya tengo ratas, piojos, pulgas, chinches, sarna. Este rincón que tengo para vivir será muy pronto un parque zoológico o, mejor dicho, una casa de fieras».
Le habían condenado a 30 años y solo cumplió tres: lo dejaron morir de rabia, de sarna y de tristeza. Su esposa y fuente de inspiración, Josefina, corrió a la cárcel el día que le contaron la noticia pero no le dejaron entrar a verle. Ella se marchó sin tener el valor de preguntar nada, por miedo a que le confirmaran su muerte.
Tal día como hoy, en 1910, nacía Miguel Hernández.
Publicado el día 30 de Octubre de 2019 en Stars Insider España. Diseño y texto propio.